Se ha puesto de moda, y se extiende como una
plaga, que ciertos personajes emitan su opinión sobre la vida y las costumbre de los
demás. No acabo de comprender por qué produce tanto morbo escuchar la opinión
de gente con dudosas credenciales intelectuales que emiten su opinión con total
descaro sobre cuestiones que afectan a la interpretación personal de la vida,
de los sentimientos, de los usos y costumbres o de las creencias de los demás.
Todo se mide por el rasero económico valorado en términos de audiencia de un
determinado programa de televisión, oyentes de una radio, tirada de un
periódico, revista o ediciones de libros de oportunidad.
Estamos perdiendo el referente intelectual de los
pensadores, filósofos y teólogos, quienes lejos de interpretar o juzgar la vida
de los demás comunican a quienes quieran escucharlos los resultados de sus
razonamientos sobre la vida, el comportamiento social o la evolución del
intelecto. Esos sabios, con mentes cultivadas por el estudio y la observación
de la sociedad o de la naturaleza, reflexivos y ponderados en sus opiniones;
los pensadores han dado un paso atrás, se han recluido en los rincones de sus bibliotecas
alejados por la marea de opiniones vacías y oportunistas sobre los
comportamientos ajenos. Echo de menos a esos intelectuales capaces de iluminar
con sus reflexiones los pensamientos de aquellos que sólo queremos aprender y
enriquecer nuestra cultura.
Las voces que han logrado acallar las de los pensadores
han copado los espacios de los medios de comunicación; ya no es posible seguir
un programa de radio o de televisión o de leer un articulo de fondo en un
periódico sin sufrir la continua agresión del insistente anuncio que reclama tu
atención hacia los aspectos más sórdidos de nuestra cultura. Esas voces, que a
mí me suenan falsas y vacías, son las que se atreven a juzgar el comportamiento
de los demás amparados por la demagógica e insultante excusa de la demanda de
su público, esas voces nos hablan mientras esconden sus propias miserias al
amparo del derecho a su intimidad, del carné o de la nómina de final de mes;
esas voces protegen celosamente su intimidad, la intimidad que ellos son
incapaces de respetar a los demás al amparo del todopoderoso derecho a la
información.
Cada vez me molesta más el cinismo de la sociedad que
reverencia a quien juzga los hechos que ocurren en la vida cotidiana. No
importa cual sea el posicionamiento ideológico, moral o religioso del
interlocutor yo le escucho porque soy un curioso del comportamiento social, pero
cada vez más me molesta el cinismo con el que se emiten las opiniones sobre
los comportamientos individuales de las personas.
Somos capaces de escuchar atentos a quien denuesta la
infidelidad de este personaje con aquella persona sin pensar que quien nos
habla con tanta vehemencia y pasión puede que nos esté moralizando mientras
sigue aun caliente la cama de su amante, y recibimos constantes lecciones de
ética de quien puede que aún le duela el puño que alcanzó la cara de su pareja;
y somos capaces de angustiarnos con el reportaje de unos despojos humanos en un
cubo de basura sin pensar que los ojos que lo han visto son los mismos que ayer
leían la factura del aborto de su hija. Somos capaces de escuchar los consejos
morales de un predicador que nos imparte doctrina de abstinencia sexual sin
saber si quien habla está todavía gozando el fétido olor del último ano que ha
penetrado o de encontrar consuelo en el hombro de aquel que está pensando como
sacar mayor provecho a nuestra debilidad.
Cada vez me cuesta más encontrar alrededor de mi la mirada
sincera, la voz firme, el pulso sereno de quien nada esconde porque la razón de
su saber, el bagaje de su experiencia y el resultado de sus pensamientos es
compartirlos con los demás como la mejor de las maneras de enriquecer su propia
cultura. Del mismo modo me asombra y me ofende la osadía de quien cuestiona mi
creencia en un Ser supremo desde un declarado ateísmo que es incapaz de
justificar con la razón; su agnóstica postura, que puedo llegar a compartir,
por su y por mi limitado entendimiento humano, incapaz de comprender todo
aquello que trasciende de la experiencia, no justifica que desde su postura de
ateo ideológico censure mis creencias.
Somos capaces de juzgar con cruel severidad las costumbres
y actitudes de civilizaciones lejanas si difieren de las comúnmente aceptadas
por el microcosmos de la sociedad que nos rodea, de la sociedad que desayuna a
nuestro lado o por la que trabajamos. Tememos que el círculo social que nos
rodea nos expulse si nos atrevemos a compartir una reflexión razonada o emitir
una opinión de estudio o comprensión de esta o aquella costumbre, o simplemente
si no vilipendiamos aquellos extraños individuos que hacen estas o aquellas –
para nosotros - barbaridades.
Nuestra sociedad – los individuos que forman nuestra
sociedad – nos arrogamos el derecho de juzgar a los demás y censuramos aquellos
comportamientos sociales que creemos que nuestro amigo, nuestro vecino o
nuestro pariente no aceptarían; no porque nosotros no los aceptemos sino porque
pensamos que si lo hacemos seremos apartados del grupo. Y en esa lógica nos
atrevemos a juzgar a las civilizaciones que hacen las ablaciones del clítoris a
sus niñas sin saber nada – absolutamente nada – de la raíz de esa costumbre que
espero que pronto sea erradicada por su propia evolución social, pero toleramos
que, desde hace 3000 años, practiquemos la circuncisión de nuestros hijos
varones por motivos religiosos (o dudosamente sanitarios); nos atrevemos a
juzgar como bárbaros a los pueblos que abandonan a sus ancianos en el bosque
para que sean pasto del lobo o sobre un témpano de hielo para que naveguen en
busca de aguas más cálidas, pero abrimos el debate para la aprobación de la
eutanasia justificada por nuestra discutible interpretación de una muerte
digna; y criticamos a la madre hambrienta de una cultura lejana que alimenta
con la carne de su hembra recién nacida a su hijo varón porque debe ser capaz
de cavar el huerto, pero aprobamos el aborto para preservar la salud mental de
una madre que no quiere serlo.
Cada vez me cuesta más ser cómplice de este cinismo social
que nos invade. Me cuesta mucho callarme ante la demagogia política capaz de
justificar hoy lo que ayer censuraba, de aquellos que imparten premio o castigo
por colores, de quienes son capaces de silenciar – de hacer olvidar – sus más
íntimas convicciones por inconfesables razones. No me gusta que juzgue mis
convicciones quien recita las consignas de aquel que las dicta por razones
políticas, quien no es capaz de decir a micrófono abierto lo que piensa en la
intimidad; tampoco me gusta que el servidor público que he elegido para que
administre mi bienestar abuse del conformismo de la mayoría silenciosa para
satisfacer los deseos de las estridentes minorías; del mismo modo censuro al
dirigente que no escucha las sinceras opiniones de sus leales colaboradores
pero da oído y crédito a interesados rumores lejanos. Pero no pierdo la
esperanza, porque quien sólo atiende a quién le da la razón, quien en lugar de
razonar y meditar con el que le censura y critíca, lo silencia para no escuchar
sus argumentos, solo puede esperar alcanzar el destino que la historia social
tiene reservado a los autócratas, a los visionarios, a los demagogos y a los
ignorantes poderosos.
Si, echo de menos a los intelectuales capaces de arriesgar
el eco de su palabra por la sinceridad de sus pensamientos. Qué pensaría la
sociedad de quien se atreviera a razonar sobre el deseo natural de la
paidofilia; y sin embargo la atracción erótica o sexual que una persona adulta
siente hacia niños o adolescentes es propia de nuestra naturaleza animal.
Alguien juzgará severamente esta frase, quizás alguien que ha intentado
sorprender a su hija de trece años mientras salía de la ducha o buscaba en la
cola del autobús los cuerpos desinhibidos y contorneados de jóvenes
adolescentes; quizás la juzgue aquel onanista que se esconde tras los juncos de
una playa nudista o ese padre que besa los labios a su hijo/a y que, más allá
de la muestra de cariño, recibe la punzada de la lujuria. Es nuestra
inteligencia y nuestra evolución social la que nos dicta que la paidofilia está
mal y así lo declaro; pero no comparto la ofendida postura que nuestra sociedad
adopta frente aquellas civilizaciones que han llegado hasta nuestro mismo tiempo y
espacio por un camino de evolución cultural distinto al nuestro en el que la practica de
la paidofilia no solo es tolerada sino que, como muestra de buenos anfitriones,
es compartida con sus más ilustres invitados.
Y por ello no me gusta el cinismo de esos mismos ilustres
invitados que, de regreso a la comodidad de su sociedad, critican aquellas
prácticas después de haber gozado de las carnes frescas y duras que le fueron
entregadas como el mejor de los presentes en sus viajes a África, la India, el
Sud-Este Asiático o las frías tierras por encima del paralelo 60º. Siento mucho
haber podido ofender a algún ilustre lector con estas opiniones pero lo que a
mi me ofende es que seamos tan cínicos que cerremos los ojos a esa repugnante
práctica si la cultura que la practica puede aportarnos algún beneficio. Probablemente
omitirán esas experiencias en sus informes de viaje y lo acallarán en los
medios de comunicación si esa civilización, tan lejana de la nuestra, puede
aportarnos el petróleo que necesitamos, las maderas que no tenemos, los
desarrollos de soft-ware que precisamos, la pesca que hemos agotado en nuestros
caladeros o si nos sirve de sumidero para nuestra chatarra o basura.
Somos demasiado cínicos. Nuestros medios de comunicación han
sido capaces de modular la intensidad de las críticas a las prácticas
“democráticas” de China en función de nuestro ranking en el medallero. Ni una
palabra sobre Cuba, ni una simple comparación entre los presos políticos de uno
y otro lado de la verja de Guantánamo. Me ofende quien enarbola cualquiera
de las banderas tricolores pre-constitucionales como símbolo de un orden social
diferente al que nos rige pero censura a quien defiende y postula una ideología
contraria a la suya. Para mi concepción social de la vida es demasiado cínica
la cómoda tolerancia que la mayoría de nuestra sociedad manifiesta hacia las
minorías.
Juzgamos a las personas, a los pueblos y a las
civilizaciones que cohabitan con nosotros, que comparten nuestras mismas
señales de satélites, que sufren nuestra misma carencia de energía o de agua
potable sin pararnos a pensar que ellos han llegado hasta nuestros mismos días
por los avatares de una historia distinta que ha configurado un orden social
diferente, ni mejor ni peor, solo diferente. Los censuramos y los insultamos
por sus comportamientos individuales y colectivos pero ello no nos impide usar
sus tecnologías para mejorar nuestro bienestar, usar sus mercados para vender
nuestros productos o utilizar su sistema educativo para formar a nuestros hijos
cuando el sentimiento de padre se sobrepone a los estúpidos atavismos
ideológicos.
No me creo capaz – todavía – de elaborar una conclusión a
estas reflexiones, mi cinismo me lo impide.
27-ago-2008
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