Erase una vez un viejo ingeniero
que no se resignaba a que los avances de la tecnología le arrumbaran y por ello
se empeñó en comprender para después aprender a utilizar ese nuevo instrumento
que se llamaba Internet. Cuando el viejo supo utilizar ese nuevo lenguaje empezó
a comunicarse con sus semejantes por medio de su mudo teclado y fue así como inició
su irrefrenable vocación de mantenerse cerca de los suyos y de comunicar sus
pensamientos ocultos a las generaciones que le siguen.
Comenzó a recibir respuestas a las
ideas que proponía desde Chile y desde Bélgica, desde Italia y desde Francia,
de Barcelona, de Zaragoza, incluso del Valle de Ruesga y desde los barrios y
pueblos de Madrid y fue entonces cuando comprendió que el teclado del ordenador
y su pantalla no eran un arcano, un sumidero sin fondo donde se hunden las ideas
y se esconden los pecados como en la rejilla del confesionario si no que abre
las puertas a un mundo transparente en el cual alguien recoge tus pensamientos,
los interpreta e incluso los contesta.
Resultó que un sobrino de ese viejo
ingeniero le contestó, era un artista y le decía que él también estaba
aprendiendo ese nuevo lenguaje con el que se escriben las web’s y que le encantaría
intercambiar experiencias con el. El viejo, devoto curioso de la belleza y de
la estética, se sintió alagado por las opiniones de su sobrino y le prometió
que le visitaría en su nuevo estudio para conocer la realidad que inspiraba su arte y que le hacía producir las maravillosas imágenes que le había mandado
por Internet. La petición rebosaba sinceridad y el compromiso del viejo estaba lleno
de buenas intenciones.
Un día ese viejo ingeniero estaba
triste y deprimido; queriendo ocultar su malestar se adentró por
las callejuelas del viejo Madrid como tantas otras veces había hecho y ruando y
ruando llegó a la Plaza de Santa Bárbara. Pensó en su sobrino y comprendió que
quizás el destino le había traído hasta ese lugar para cumplir con su
compromiso de visitarle. Buscó en su gastada memoria, sabía que esa era en la
Plaza pero no lograba recordar el número; quizás sea el número 10 pensó; y
hasta allí se encaminó.
El majestuoso y destartalado
portal de finales del s. XIX, con el número diez cincelado en la piedra angular
del arco, estaba abierto, era un paso de carruajes a un patio central cuyo acceso
lo cerraba una cancela de madera pintada de verde con los cuarterones de
cristal esmerilado. La garita del portero tenía la luz encendida pero la puerta
estaba cerrada y el portero ausente; sus tímidas llamadas por el hueco de la
escalera no tuvieron respuesta y las placas de bronce, de plástico y de chapa
esmaltada que listaban la identidad de los inquilinos no hacían referencia a
ningún fotógrafo.
El viejo ingeniero sabía que esa era
la plaza, que estaba muy cerca de poder cumplir con su compromiso y decidió
seguir buscando. Dos moteros del Pizzeria de al lado estaban descansando
fumando un canuto en los escalones de piedra que bajaban de la acera a la
calle. Los moteros quedaros sorprendidos cuando el viejo les ofreció uno de los
dos botellines de agua que acababa de comprar para saciar su sed tras la larga
caminata; la sorpresa se tornó en amabilidad tras aceptar el ofrecimiento pero negaron
saber dónde podría haberse instalado un nuevo fotógrafo en la plaza. Los moteros le
sugirieron al ingeniero que se acercara a la emblemática y clásica cervecería Santa
Bárbara porque los camareros que la atienden son unos cotillas y suelen saber
lo que se cuece en los alrededores de su plaza. Un camarero mal encarado
recibió al viejo y este salió del local un poco malhumorado y sin haber averiguado la razón de su
sobrino.
En el centro de la Plaza, junto a
un banco de la arboleda, un mendigo, bajito, rechoncho de blanca barba y una mirada
penetrante dividida por una nariz roja hablaba con una mujer joven y bien
vestida; el ingeniero no podía oír lo que decían pero era evidente que la
conversación interesaba a ambos. Se acercó discretamente y averiguó que ella
era una estudiante de sociología que estaba interesada en conocer la vida de
los indigentes. Después escuchar indiscretamente la conversación durante unos
minutos, el ingeniero, suponiendo que el mendigo era un aborigen de la plaza,
preguntó si conocía a su sobrino, lo describió con todo lujo de detalle y como
un artista fotógrafo que acababa de instalarse en la plaza en un estudio a pie
de calle. El mendigo escuchó atentamente al ingeniero – mientras la estudiante
de sociología tomaba notas mentales – y le contestó que no, que él era un
mendigo nómada que acababa de llegar hace cinco días huyendo de los calores del sur,
que estaría por la plaza una semanita más y que después se encaminaría hacia
tierras gallegas para pasar el verano.
El mendigo le sugirió al
ingeniero que hablara con el encargado de los baños públicos que están junto a
la boca del Metro porque él era el que realmente sabía todo lo que ocurre en la
plaza. El ingeniero bajó las escalerillas alicatadas de los baños públicos y le
embriagó la sensación de dar un salto de un siglo en la historia, tuvo la
sensación que eran los escalones del túnel del tiempo que le llevarían a los albores
del s. XX. Un cartel con la inscripción “este servicio público es gratuito”
colgado de un cordel encima de un urinario le dio la bienvenida. La
garita del encargado, hecha con materiales de fortuna en uno de los escusados y
un cristal con visillo en lugar de la tabla central de la puerta, estaba vacía. Orinó, y salió al exterior. La
aguda mirada del mendigo le estaba esperando mientras emergía de las escaleras
y desde la lejanía de unos treinta pasos le indicó con un inequívoco gesto que buscara al encargado a las espaldas de esa misma construcción. El ingeniero obedeció las mímicas
instrucciones del mendigo y girando la doble esquina no encontró al encargado de los baños públicos pero descubrió con un
completísimo puesto de periódicos.
El quiosquero y su quiosco eran
todo un espectáculo; todo limpio y ordenado y la calidad de la ropa que vestía
el quiosquero era elegante, impoluta, de colores alegres y conjuntados; la
curiosidad del ingeniero le hizo detenerse en la oferta impresa que se exponía frente a él; periódicos de todas las lenguas y naciones, la prensa europea
perfectamente ordenada en sus archivadores; los chinos, japoneses, árabes y
judíos solapados unos con otros mostrando sus cabeceras como los picos abiertos
de los pájaros en el nido llamando la atención; los americanos e ingleses
compitiendo en una sección separada y después, todos los españoles rodeando un
impresionante abanico de revistas mostrando las mujeres de moda en sus
portadas. Pero desgraciadamente el quiosquero tampoco sabía nada del sobrino
fotógrafo.
Y así fue como el viejo ingeniero
sintió la punzada del orgullo y se empeñó en encontrar el estudio de su querido
sobrino. Desde la privilegiada posición del quiosco oteo toda la plaza; a la
derecha había vallas de obras en la acera y una sucursal del banco BBV, le vino
a la mente una vieja canción de un cantautor de moda y decidió recorrer todos los portales empezando
por la izquierda. La
portera del numero 6 le recibió con un vestido de bata de tela estampada
abotonada desde el cuello hasta un palmo por debajo de la rodilla; “…y como
dice que se llama su sobrino” le preguntó; y el viejo le contestó Pasquale
Caprile; “…hay señoriíto, le dijo, no me
diga que es hermano del modisto”, a lo cual el viejo le contestó afirmativamente, que eran dos hermanos artistas con una sensibilidad muy especial por la belleza.
La portera inició entonces un
largo monólogo con el viejo ingeniero, le contó que era una modista que ya no
podía trabajar por problemas en la espalda; qué se sentaba en su portal
recordando cuando en la acera de enfrente de la plaza había uno de los talleres
de costura más importantes del Madrid de la primera mitad del siglo XX; que
desde el balcón de su casa veía los desfiles de moda que en la primavera y en
el otoño se hacían en el centro de la plaza; que ahora desde su portería veía
pasar muchas veces al modisto Lorenzo delante de ella porque vivía por allí
cerca y que nunca se había atrevido a pararle para decirle que era una
enamorada de su trabajo. Le dijo que tenía el corazón lleno de gozo por saber
que iba a ser vecina de su hermano Pasquale, otro artista y además fotógrafo pero
que desgraciadamente no sabía donde se estaba instalando. La mujer quedó tan
consternada por no saberlo que el ingeniero le prometió que si lo averiguaba se
lo vendría a contar.
El ingeniero cruzó de nuevo la
plaza y fue al portal número 1; el portero de chaquetilla azul levantó la vista sobre sus quevedos y se
levanto tan ágil y solícito que dejó sorprendido al visitante. No solo sabía la respuesta
de dónde se estaba instalando Pasquale sino que se disponía a acompañarle hasta
su mismísimo estudio; “…es aquí al lado, en el portal número 3, el que está en
obras”. La frustración fue total cuando
dos candados uno en la verja de obra y otro en el portal de madera impedían la entrada. En el camino
de regreso al portal del número 1 el portero le decía al ingeniero lo contento
que estaba de ver como gente como Pasquale vinieran a Santa Bárbara para devolver el lustre y el esplendor a su maravillosa plaza y el ingeniero decidió
cumplir la promesa de anunciar a la portera del número 6 dónde estaba el
estudio de Pasquale Caprile.
Y así termina el cuento del viejo
ingeniero que buscaba a su sobrino artista y que no lo encontró pero que en el
camino conoció las intimidades de la plaza de Santa Bárbara de Madrid y de su
gente.
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Viernes, 18 de junio de 2004
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