Regular la bondad de la Cuenta Económica de las empresas,
especialmente la de las empresas industriales, utilizando la reducción de las
plantillas como elemento regulador y pretender que ese sea el mejor método para
sanear su economía es, posiblemente, la gran falacia empresarial de nuestro
sistema de generación de riqueza.
La reducción de personal en un sistema productivo pone de
manifiesto algunas evidencias, de las cuales, la más notable es la
incompetencia de la dirección ejecutiva de la empresa para cumplir con la
misión social que el empresario ha asumido voluntariamente. Sorprende que la
sociedad asuma con tanta indiferencia que las empresas presenten expedientes de
regulación de empleo –los tan famosos ERE− cuando estos representan la mayor y
más degradante agresión al progreso de la propia sociedad. La reducción de
plantilla en los sistemas productivos no solo reduce la capacidad de generar
valor añadido en el sector industrial sino que destruye una alícuota parte de
la capacidad de consumo del tejido social y por lo tanto atacan al bienestar en
su línea de flotación.
Hay otras evidencias que se manifiestan en una indeseada
reducción de plantilla, todas ellas concatenadas entre si, como son la
obsolescencia del sistema de gestión, el desatino en la justa remuneración del
trabajo, la incapacidad de delegar y reclamar responsabilidades, el exceso de
los costes no directos o de los gastos estructurales no necesarios; todas ellas
y otras más son, en gran medida, derivadas de la más evidente, la incapacidad de
la dirección de la empresa de ejercer su trabajo de forma responsable y
competente.
Si analizamos el escandallo de los productos industriales
podemos observar que el peso del coste empresarial de la mano de obra sobre el coste
total del producto “ex−work” oscila entre el 5 y el 15% para la mayoría de los
productos y raramente alcanza el 20% en aquellos productos considerados como
“labor−intensive”. Es paradójico que los segundos los solemos importar de los
países que los producen para lanzar sus economías mientras que preñamos el
coste de los primeros con escandalosos costes indirectos que no son más que la
evidencia de nuestra propia falta de rendimiento productivo (eficiencia).
Todos los días podemos leer en la prensa que las
autoridades competentes han aprobado un ERE sobre –más o menos− el 15% de la
plantilla de alguna empresa. Supongamos que el coste del producto de esa
empresa es 100 y que el peso del coste de la mano de obra en su escandallo es del
20%; pues bien, en un caso tan normal y extendido como este, la reducción del
coste final del producto que se podrá conseguir con un ERE será un exiguo 3%
(15% del 20% = 3%). Supongo que coincidirán conmigo que no es creíble ni
defendible que la dirección ejecutiva de esa empresa no pueda encontrar ese 3%
de reducción de coste entre los capítulos de coste (gastos) indirectos sin
tener la imperiosa necesidad de agredir al tejido social de la sociedad; y como
sugerencia les invito a que busquen esa reducción de coste entre los gastos
personales que los directivos cargan impunemente a la empresa, los viajes
personales, los cargos de sus tarjetas de crédito, las cuentas de móviles
desorbitadas, las prebendas a terceros de dudosa rentabilidad, las compras
innecesarias dirigidas a suministradores “amigos” y un sinfín de voces que si
fueran destiladas y depuradas de las cuentas económicas de las sociedades
generarían ahorros mucho más significativos que los producidos por un ERE.
Cuando una compañía aplica un ERE sobre su plantilla se
produce una cadena de efectos perversos. No debemos olvidar que la misión
social de las empresas es generar valor añadido para crear riqueza y bienestar
social. Pues bien, cuando un trabajador sale del ciclo productivo y su sustento
deja de ser generado por el valor de su trabajo y se convierte en una carga
pasiva de la sociedad, ocurre que ese individuo también sale del ciclo general
del consumo que es el que hace girar la rueda de la economía y se convierte,
involuntariamente, en un mero generador de gasto para la sociedad.
Pero el empresario, cuando recurre a este tipo herramientas
para mejorar el resultado económico de su compañía a corto plazo, no es el
único responsable de esta perversión. El poder legislativo que pone a
disposición de la sociedad las leyes que amparan estas prácticas mercantiles y
los sindicatos que renuncian a su sagrado fin de proteger al trabajador y su
trabajo son co-responsables de este sistema vicioso que se ha convertido en el
caldo de cultivo de la más irresponsable picaresca.
En España hay cerca de los 500.000 trabajadores que están
–mano sobre mano− afectados por expedientes de regulación de empleo. El valor
añadido medio-anual del trabajo industrial en España es del orden de 30.000 €
por cada trabajador. Por lo tanto, esos 500.000 trabajadores tienen un
potencial de producir 15.000 millones de Euros al año, que, dicho sea de paso, buena
falta nos hacen en nuestra maltrecha economía. Pero, ¿qué se necesita para que
se materialice esa generación de riqueza? Pues bien, necesitamos una
Administración Pública (Central, Autonómica y Local) que proporcione los cauces
empresariales facilitando la implantación de industrias mediante la exoneración
temporal de impuestos, la implantación de viveros empresariales y la donación
de suelo industrial; unos Sindicatos que faciliten y promocionen la movilidad laboral,
la flexibilidad en los calendarios laborales y que aligeren y profesionalicen
sus propias estructuras; y unos Empresarios audaces y dinámicos que sepan
utilizar todas las ventajas y ayudas que las leyes le proporcionan, que comprendan
que los “pelotazos” son pan para hoy y hambre para mañana y que tomen
conciencia de que la empresa no es su cortijo, que la Empresa es un ente vivo
con personalidad jurídica propia y que ellos son solo sus administradores.
No es tan difícil, solo debemos tomar la decisión de
hacerlo colectivamente y después actuar individualmente.
30 de marzo de 2011
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